El privilegio de cruzar fronteras
- Perito Traductor

- hace 5 días
- 4 Min. de lectura
Poder viajar sin restricciones, sin miedo o sin trámites interminables, se ha convertido en el verdadero lujo de nuestra época. En este artículo de CONNECTIN, un equipo de traductores del inglés, francés y alemán, tocaremos de forma reflexiva el tema de poder viajar o cruzar fronteras como un privilegio.

Viajar siempre ha representado libertad, curiosidad y crecimiento personal. Pero hoy en día, también es un indicador de estatus social. Tener un pasaporte poderoso puede abrir puertas sin necesidad de justificaciones, mientras que otros deben enfrentar la desconfianza de las autoridades o el rechazo de embajadas. Según el Henley Passport Index (Henley & Partners, 2024), los ciudadanos de Japón, Singapur y Alemania pueden ingresar a más de 190 países sin necesidad de visa. En cambio, los pasaportes de países en vías de desarrollo permiten la entrada a menos de 40 destinos sin visado. Esta disparidad muestra cómo la libertad de movimiento depende, muchas veces, del lugar de nacimiento más que del deseo o la capacidad de viajar.
Esta desigualdad crea un tipo de fronteras invisibles basadas en el origen, el poder económico y la historia colonial. Las personas provenientes de países con economías menos desarrolladas enfrentan obstáculos constantes: entrevistas humillantes, exigencias financieras y largos procesos burocráticos. En contraste, para otros, moverse es tan sencillo como reservar un vuelo y empacar una maleta. Así, viajar libremente se convierte en una manifestación de privilegio más que en un simple acto de movilidad.
Más allá del lujo material, moverse por el mundo posee un profundo valor simbólico y emocional. No se trata solo de cambiar de aires, sino de expandir la mente. Viajar permite cuestionar creencias, enfrentar prejuicios y redescubrir la identidad personal. Como señala Bauman (2003), la modernidad líquida se caracteriza por un constante movimiento: las personas ya no buscan estabilidad, sino experiencias que les permitan redefinirse. En este sentido, viajar se convierte en una forma de autoconocimiento.

Sin embargo, la movilidad hoy en día también ha generado una paradoja. En muchos casos, el viaje ha sido reducido a una forma de consumo: destinos convertidos en escenarios para fotografías, culturas simplificadas para atraer al turista y experiencias vividas más para ser mostradas que para ser comprendidas. Las redes sociales han transformado la exploración del mundo en un escaparate visual, donde la autenticidad cede ante la estética.
Frente a ello, surge una pregunta esencial: ¿viajamos para conocer o para demostrar que conocemos? El verdadero lujo quizá no radique en visitar muchos países, sino en hacerlo con conciencia, respeto y apertura. El viajero que se detiene a escuchar, a entender y a observar con empatía vive una experiencia mucho más profunda que quien solo colecciona destinos.
El siglo XXI nos recordó de manera abrupta que la movilidad puede desaparecer en cualquier momento. La pandemia de COVID-19, iniciada en 2020, paralizó al mundo entero y demostró que la libertad de desplazamiento es frágil. La Organización Mundial del Turismo (OMT, 2021) reportó una caída del 74 % en los viajes internacionales durante ese año. Aeropuertos vacíos, fronteras cerradas y ciudadanos atrapados fuera de sus países fueron imágenes que marcaron la memoria de millones de personas. La idea de moverse libremente, que parecía con tanta naturalidad, se convirtió de pronto en algo imposible.
Más allá de las restricciones sanitarias, existen también fronteras sociales y raciales que limitan la libertad de movimiento. El pasaporte, el color de piel, el acento o incluso el nombre pueden determinar la manera en que una persona es recibida en otro país. Ser extranjero no significa lo mismo para todos. Algunos son recibidos con sonrisas y curiosidad; otros, con sospecha o discriminación. Estas experiencias muestran que la libertad de viajar está mediada por estructuras de poder históricas que siguen reproduciendo desigualdades globales.
Las fronteras no siempre están en los mapas: también existen en las miradas de las personas y en los prejuicios. La verdadera movilidad no solo consiste en cruzar líneas geográficas, sino en romper las barreras simbólicas que dividen a las personas. Quien puede hacerlo con naturalidad, sin temor ni obstáculos, posee un privilegio que a menudo pasa desapercibido.
Moverse por el mundo no solo transforma al viajero, sino también su relación con los demás. Cada experiencia en un país nuevo confronta nuestras ideas sobre la vida, la felicidad y el bienestar. Nussbaum (2011) sostiene que el desarrollo humano se basa en la ampliación de las “capacidades” que permiten imaginar y vivir otras formas de existencia. Viajar, en ese sentido, enriquece la empatía y la comprensión intercultural. Al conocer otras realidades, el individuo aprende que su forma de vivir no es la única ni necesariamente la mejor.
Este aprendizaje no se adquiere en libros ni en redes sociales, sino con el contacto directo con las personas: en la conversación con un desconocido en un tren, en compartir una comida con una familia local o en perderse por calles que no aparecen en las guías turísticas. El viaje se convierte en una escuela de humanidad. Cada frontera cruzada con respeto amplía el horizonte de la comprensión y fortalece la idea de un mundo interconectado, donde las diferencias pueden convivir sin miedo.

Viajar también enseña humildad. Descubrir que uno es extranjero en casi cualquier lugar invita a reflexionar sobre la pertenencia y la identidad. A veces, las distancias geográficas nos acercan más a nosotros mismos. El movimiento externo impulsa un movimiento interno: la búsqueda de sentido, de propósito y de conexión.
Si la movilidad es un lujo, entonces viajar debería implicar una responsabilidad ética. Quien tiene la oportunidad de moverse libremente debería hacerlo con conciencia del privilegio que tienen. Cada desplazamiento tiene un impacto ambiental, social y cultural. El turismo masivo, por ejemplo, ha provocado la degradación de ecosistemas y la pérdida de autenticidad en comunidades locales. La libertad de viajar no puede desligarse del deber de hacerlo de una manera sostenible y respetuosa.
El verdadero lujo no está en el número de países visitados ni en la cantidad de sellos en el pasaporte, sino en la calidad de las experiencias y en la forma en que se contribuye al mundo a través del viaje.
Comprender la historia, respetar las costumbres y aprender del otro son formas de retribuir el privilegio de poder moverse. En ese sentido, la movilidad se transforma en una herramienta de conexión y no de separación.

Referencias
Bauman, Z. (2003). Modernidad líquida. Fondo de Cultura Económica.
Henley & Partners. (2024). Henley Passport Index: Q1 2024 Global Ranking. Recuperado de https://www.henleyglobal.com/passport-index
Nussbaum, M. (2011). Creating capabilities: The human development approach. Harvard University Press.
Organización Mundial del Turismo (OMT). (2021). Impacto del COVID-19 en el turismo mundial. Recuperado de https://www.unwto.org/es




Comentarios